Me molesta cómo ignora mis palabras. Siempre lo hace. Lo veo llegar cansado del trabajo, y contemplo como arrastra los pies, se quita el abrigo y lo arrumba en el respaldo del sillón mientras suspira, cierra los ojos y se detiene ahí, cabizbajo, silencioso… ausente.
Finalmente camina a la cocina, se sirve whisky en un vaso, regresa a la sala y se deja caer, como un trapo viejo, en el viejo sofá. Bebiendo. Siempre bebiendo.
Observo su mano callosa mientras acerca el vaso a sus labios y recuerdo la sensación de sus dedos recorriendo mi piel. Hace tanto que no me toca. Miro su boca y revivo la primera vez que me besó. Sus manos sudaban mientras apretaba las mías. Sus ojos atentos, cuestionaban, dudaban, anhelaban.
Después de unas horas se va a la recámara. En la penumbra, se quita los zapatos y se mete bajo las cobijas sin quitarse la ropa. Lo veo tomar un pequeño portarretrato del buró. Contempla la imagen y por primera vez en esta noche, sonríe. Una sonrisa dolorosa que llena sus ojos de melancolía. Acaricia la foto con el pulgar, murmura mi nombre mientras una lágrima solitaria rueda por su mejilla. Besa mi fotografía.
Quisiera poder tocarlo. Quisiera.

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