Lola tenía diez años cuando vio a la bruja por primera vez. Como era costumbre, cada verano su madre la enviaba a pasar las vacaciones a la granja de la abuela.
No le gustaba la abuela; no era cariñosa, la obligaba a rezar largamente todas las noches y siempre la regañaba cuando agarraba sus cosas.
Era sábado por la tarde y Lola estaba en el corral jugando con los pollos. A la distancia en el bosque, vio a una mujer sola. Caminaba a paso lento, entre los árboles, buscando algo en la tierra. Tal vez hierbas para sus maléficos conjuros. Su cabello era muy oscuro y muy largo, y vestía un viejo vestido descolorido. No parecía muy peligrosa, pensó algo decepcionada.
La abuela ya le había advertido sobre la bruja la tarde anterior, en cuanto llegó a la granja.
―No vayas al bosque, la bruja mata niños y le da su corazón a Satanás; no te le acerques ―le había dicho, mientras picaba cebolla para la sopa, con el cuchillo que había pertenecido al abuelo, y al cual le tenía gran cariño. Era muy viejo, tenía la punta quebrada y los grabados del mango desgastados, pero no importaba. Decía que la protegía del mal, ahora que él ya no estaba.
―No sé por qué Nuestro Señor permite que una bruja ande por ahí, cerca de personas buenas como nosotros ―dijo persignándose, lanzando una mirada al enorme crucifijo color cobre que colgaba al centro de la pared principal.
Pero Lola no era miedosa, y sí muy curiosa, así que cuando volvió a ver a la bruja días después, la siguió hasta su choza.
―¿No te enseñó tu abuela que no debes acercarte a la bruja? ―le dijo, mientras metía a una olla nabos y hierbas.
La abuela le había dicho que la bruja era horrorosa, con ojos de fuego y la piel verde como cadáver. Lola recordaba el cadáver de su padre, que murió por una herida en una pierna que no sanó bien. La bruja lucía mejor.
Ni siquiera era fea. Sus ojos eran verdes, no rojos, y parecían tristes.
―No me gusta mi abuela ―respondió Lola.
―Pareces una niña lista.
―Y tú no pareces una bruja.
La bruja le dijo que se llamaba Artemisa.
―Mi madre me decía que yo era una diosa. La pobre se moriría otra vez de ver que para todos no soy más que una bruja.
―Mi mamá me puso Dolores porque dice que sufrió mucho preñada.
Lola regresó todas las tardes a visitarla, cuando la abuela dormía la siesta.
***
El siguiente verano Lola regresó a la granja. Estaba entusiasmada por ver a la bruja otra vez.
Mientras su madre hablaba con la abuela, Lola entró a la cocina y encontró un periódico sobre la mesa. En la primera plana hablaban de un crimen. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al descubrir que la bruja había sido asesinada la noche anterior.
Según narraba el diario, la muerta no era una bruja, sólo una mujer que había llegado al pueblo huyendo de su marido.
“Tuvo que esconderse, él la hubiera matado; casi la mata una vez”, decía la madre de la occisa en la nota.
Lola devoraba cada línea con ansiedad, fascinada por conocer un poco más sobre la misteriosa mujer, y a la vez triste. La diosa bruja estaba muerta. Siempre la recordaría como lo único bueno de sus veranos en la granja.
Y fue entonces cuando la foto de la escena del crimen captó su atención. Ahí, junto al cuerpo de Artemisa, estaba el cuchillo de la abuela.

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