La primera vez que pensé a conciencia sobre lo relativo de la libertad fue cuando leí No sin mi hija, el drama verídico de una mujer estadounidense (Betty Mahmoody) que se casó con un musulmán, y cuando fueron a pasar unas vacaciones con la familia de él a Irán, su país natal, ella y la hija de ambos ya no pudieron salir de ahí. Un relato que se siente asfixiante mientras recorren peligrosos caminos en un país en guerra, luchando por alcanzar cada frontera, que las acerca poco a poco a la libertad.
Es particularmente aterrador porque en nuestra cultura (dejando de lado la represión sexista) tenemos libertad de viajar, de ir, de venir. Podemos elegir con quién casarnos o no hacerlo, podemos decidir qué estudiar, cómo vestir, en qué trabajar, en dónde. Podemos elegir amigos, planes, sueños.
No obstante, aunque somos privilegiados comparando con las restricciones que viven muchos otros países de culturas distintas, y en particular las mujeres, lo cierto es que nuestra libertad es relativa.
Los gobiernos dictan leyes y las sociedades dictan costumbres, que con frecuencia resultan mucho más difíciles de rechazar que las normas obligatorias.
Y al final, si no hacemos conciencia de estas realidades, ni siquiera nos damos cuenta de las limitaciones que nos imponemos a nosotros mismos.
Lo cierto es que la libertad implica responsabilidad, y es por eso que mucha gente lo que realmente desea son gobiernos paternalistas, que les resuelvan la vida. Que les digan que hacer. Es más sencillo sólo navegar en el barco que dirigirlo.
Dicen que “los humanos no quieren libertad, sino un buen amo”. Y las cúpulas del poder político lo saben, por lo que basan buena parte de sus campañas en  eso. No en propuestas de crecimiento, libertad y progreso, sino en soluciones demagógicas comodinas que fomenten la dependencia de los pueblos a las dádivas de un gobierno “amable”.
Así, vemos como surgen ideas como “la renta básica universal”, repartir despensas, o regalar “tarjetas rosas”.

La cárcel mental

Somos reos de la cárcel de nuestra mente, cuando nos aferramos a viejas creencias sin pensar siquiera cómo se integraron en nuestra personalidad. Somos reos de nosotros mismos cuando nos negamos a cambiar, a escuchar otros puntos de vista, a aprender, a considerar que tal vez hemos estado equivocados.
También nos encarcelamos cuando nos dejamos llevar por la corriente, sin cuestionarnos las razones detrás de las palabras, de las noticias, de las tendencias. Apagar nuestra capacidad de discernir es una forma paulatina de integrarnos en exceso a las masas, hasta que sólo seamos una pieza desgastada y opaca en la maquinaria social.
Lo cierto es que con el paso de los años, los patrones neuronales se refuerzan cada vez más, y el único modo de detener este ciclo es con conciencia.
Buscar respuestas, novedades, cambios. Aprender cosas nuevas y disfrutar el romper con rutinas, será siempre benéfico para el espíritu. No nos liberará de las ataduras políticas, sociales y económicas, pero sí liberará nuestra mente.
Arrivederci

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